Los libros nacen en lo profundo del ayer, como reacciones casi póstumas a escenas infantiles que no entendimos. Cuando emergen a la conciencia, los temas, las primeras frases, el título y las páginas finales llevan mucho tiempo escritos. Se empieza a teclear con la sensación de haber pasado media vida con esos párrafos dentro, sin saber cuándo arraigaron y echaron a crecer. No es el caso de este ensayo, cuyos orígenes puedo fechar con precisión. Empecé a escribir de forma inconsciente este libro el 19 de noviembre de 2018, entre las siete y las ocho y media de la tarde.
Aquel día se presentaba en la
librería Alberti de Madrid Lugares fuera de sitio, la obra con la que gané el
Premio Espasa de Ensayo de ese año. Me hacía el honor de presentármela Joaquín Estefanía,
que había vuelto del retiro para ayudar a Sol GallegoDíaz a dirigir El País.
Joaquín representaba un arquetipo periodístico e intelectual que yo homenajeaba
en el libro: la generación de la
transición, capitaneada por Manu Leguineche e integrada, sobre todo, por los
cuadernícolas, aquellos jovencísimos reporteros que empezaron sus carreras en
Cuadernos para el Diálogo.
Dos estrellas de aquella revista,
Eduardo Barrenechea y Luis Carandell (que, por problemas legales con la
censura, firmaba con el seudónimo de Antonio Pintado), hicieron un viaje por la
frontera hispanoportuguesa en 1972 por encargo de Cuadernos, que editó la
aventura en forma de libro, titulado La Raya de Portugal. La crónica, llena de
humor y sabiduría, bautizaba la franja fronteriza casi despoblada como la Costa
del Luto, parodiando la manía desarrollista de poner nombre a las costas
ibéricas.
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