Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

HELMUT BERGER


El hijo del Capitán Trueno, M Bosé.p. 386

Helmut era un buen chico que vivía más asustado que un huérfano. Cada despertar, tras ducharse y asearse, todavía entumecido y resacoso, se acurrucaba en el regazo de mi madre, desplegaba sus encantos y, mimoso, sollozaba todo el arrepentimiento por sus malos comportamientos, arte del que tenía un manejo maestro. Esa era la imagen recurrente de cada día después, la que mi madre esperaba como agua de mayo, la del consuelo a su niño malo,  acariciándole el pelo, reconfortándole, mientras yo moría de celos.

Nunca en la vida ella me había amparado en sus brazos como a él, ni me había consolado de nada, ni acariciado con tanta mansedumbre. Cierto, yo no era así de malo, o por lo menos no de esa manera, y tal vez no me lo merecía, llegué a pensar. Pero no podía soportar ese retrato. Me hervía la sangre, y deseaba que hiciera sus maletas y se largara. Ya estaba bien de tanto mamoneo. Se convirtió en un hijo más, y así lo proclamaron. Mi madre hizo pública su adopción, y todas (no había más que mujeres en la familia), quedaron encantadas con la noticia. Menos yo.

Helmut me retaba con la mirada, como cuando uno consigue desplazar a otro en el corazón de alguien. Se la juré y juré detestarlo para los restos. Nadie iba a arrebatarme el principado en aquella casa. Y menos un intruso austríaco, vicioso y canalla, por mnuy bello y deseable que fuese. No podía quitarle los ojos de encima.

Ni él me los quitaba a mí. La rivalidad se hizo pavoneo, el pavoneo una contienda, la contienda un lance, el lance un desafío, un vis a vis, un acercamiento, una atracción, un deseo incontenible, un abrazo estrangulado de caricias, unos besos robados en cada esquina y, finalmente, una cama, en silencio, callada, puerta con puerta, noche tras noche, una pasión salvaje, piel contra piel, sexo, mucho sexo, transpiración a mordiscos, e, inevitablemente, caímos enamorados.

La clandestinidad que tuvimos que establecer tenía todos los ingredientes del morbo. En la mesa, siempre hacíamos por sentarnos al lado, corno por pura casualidad, y por debajo nos tocábamos hasta estremecernos, abultados de deseos urgentes que abrían braguetas y masturbaban manos, mientras se mantenía la compostura y la cara.


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