Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

A MATANZA DO PORCO


El hijo del Capitán Trueno, Miguel Bosé, p. 94

Así, entre chillidos desgarradores, dentelladas y bocaos, el bicharraco era arrastrado. Luego, a patadas y zancadillas, se le derribaba y ataban las patas para someterlo, lo que aumentaba la desesperación del animal, que se sabía a punto del sacrificio. Entre cuatro se le subía a la mesa y tumbándolo de costado se le sujetaba a base de músculo.

En ese momento, el matancero nos miraba a los chicos de lacasa, y mientras afilaba a piedra un largo y puntiagudo cuchillo, preguntaba: «¿A ver ... a quién le va a tocar?». Todos los valientes levantábamos el brazo pidiendo la vez y él asignaba los turnos. «Primero vas tú, Miguelito, luego va Manolo, después le toca a Jose», y así en adelante. Nos remangábamos bien hasta arriba y tomábamos nuestros puestos a pie de barreño. Entonces, el verdugo, de un golpe seco y profundo, hundía su filo en la garganta del animal hasta el puño, retorciendo el mango. La sangre empezaba a brotar a borbotones, luego en un chorro constante que no  cesaba durante los largos minutos que duraba la agonía. Pero hasta que se apagaba la vida, la lucha era violenta y estridente. Nosotros recibíamos la sangre caliente del animal en el barreño, y para evitar que cuajara teníamos que revolverla sin cesar, dándole vueltas con el brazo, sin parar, hundiéndolo hasta por encima del codo, abriendo y cerrando la mano dentro por si atrapábamos algún coágulo poder deshacerlo. Era muy placentero.

Sentir cómo la temperatura de una vida pasaba a otra, que la que un cuchillo se llevaba servía para calentar la mía, era un éxtasis, me provocaba una sensación de bienestar y de inmensa paz. Se daba un momento en el que los ensordecedores berridos que había que soportar a un palmo de distancia entumecían el tímpano, y de golpe nada, silencio y vacío absoluto. Se caía en una especie de mareo, justo al borde del desmayo, y ahí quedabas suspendido. Ese ritual estaba entre mis cinco favoritos en absoluto y muy alto en esa lista.

Se derramaban muchos litros de sangre caliente de cada animal, muchos, uno tras otro. Su olor era dulce y manso, como su sabor; una vez terminado el turno, se llevaban el barreño y el brazo ensangrentado se convertía en una herramienta de juego con la que perseguirnos y embadurnarnos.


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