Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

UNA MADRE

El dolor de los demás MA Hernández, p. 124
Y es posible que algo de eso hubiera. Pero quizá no en el sentido en que nosotros lo habíamos creído. Lo he pensado mucho después y cada vez lo tengo más claro: la depresión de mi madre era una manera inconsciente de atraer nuestra atención porque requería ser cuidada, porque necesitaba por un momento dejar de ser la esclava de todos. Había dedicado su vida entera a servir a los demás. Se encargó de sus tíos mayores. Después, de sus hijos. Y luego, de su marido. N o salió de la casa de la huerta ni siquiera cuando mi padre tuvo que marcharse a trabajar a Alicante durante varios años. Siempre he creído que debería haberlo acompañado y haber formado un hogar allí. Una pareja joven, con dos hijos recién nacidos. Toda una vida por delante. Pero mi madre se quedó en la huerta, cuidando de sus hijos, de sus tíos solteros, de la casa, de su historia, prisionera de un modo de vida que hundía sus raíces en el pasado.
Es posible que eso fuera lo que al final acabó pasando factura, toda esa vida dedicada a los otros, todos los años de confinamiento en aquel espacio, toda la frustración, toda la felicidad perdida, la melancolía acumulada, que regresó tiempo después bajo la forma de la depresión.
-Tiene tristeza -comentó la curandera el día que desconfiarnos de los médicos y decidimos probar otros remedios.
Ahora lo pienso y creo que estaba en lo cierto. En el fondo no era otra cosa. Tristeza.
Y con esa tristeza que ya nunca se fue del todo mi madre se encargó de los últimos años de la Nena, de vestirla, de darle de comer, de cambiarle los pañales, de estar en todo momento pendiente de ella, de no salir siquiera a la calle para no dejarla sola, hasta el día en que murió. En menos de seis meses llegó la trombosis de mi padre y lo dejó prácticamente inmovilizado. Lo sentamos entonces en el mismo sillón-mecedora que había ocupado la Nena, y mi madre cuidó de él. Lo vistió, le dio de comer, le cambió los pañales y no lo dejó un momento a solas. Parecía que todo se repetía. Hasta que un día ese bucle también acabó girando sobre ella.
Conservo aún el vídeo que por casualidad grabé la tarde antes del ictus. Yo estaba en la habitación que había construido en una esquina del patio para aislarme de todo y ella entró para decirme que la cena estaba preparada. Tenía el rostro algo demacrado, los ojos hundidos, y apenas le salía la voz del cuerpo.
Recuerdo perfectamente la conversación.
-Qué mala cara tienes, mamá.

-Estoy triste, hijo. No puedo más.

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