Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

CRONICAS MARCIANAS


Tiempo de tormentas, Boris Izaguirre, p. 448
Y fue la última. No lo sabíamos, pero el cambio de Gobierno, el paso imprevisto del gobierno conservador a uno socialista nos convirtió en especiales reliquias. Habíamos sido la cabeza de lo contestatario y aireado contra el Gobierno de Aznar, pero también las cabezas, el ejemplo de lo que fue su España. Ese extraño equilibrio que manejábamos entre el humor, el descaro, el glamour, la noche y la afrenta al conservadurismo terminó por hacernos los rostros y quizás las voces de una España que de un día para otro se hacía pasado. Fuimos contrarios a Aznar y lo vencimos, pero él nos agarró de la mano y nos arrastró consigo. Quedarnos, sin poder hacer nada, adheridos a su tiempo. Probablemente, aspiraríamos a ser recordados con más cariño, incluso nostalgia, que el ex presidente, pero en su caída también caímos nosotros.
¿Fue duro? No, fue paulatino. La primera señal fue la muerte en julio de 2004 de una de nuestras mayores fuentes de contenido, la madre e hija de toreros cuya vida fue una sucesión de esplendores, caídas y levantadas que terminaron por traerla al programa a raíz de un video explotado por muchas televisaras donde se la veía entrando y saliendo del baño de un  chiringuito, emergiendo de su interior cada vez más divertida y alborotada. En mi análisis de la imagen insistí en mi teoría de que estábamos viviendo una fiesta, pero no como individuos sino como nación, que parecía no tener fin y que en su larga trayectoria nos hacía volver a nuestros ancestros, unos iberos que celebraban el sol, la fiesta y la siesta corno una relación amorosa entre la vida y la muerte. A ella le gustó mi comentario y aceptó la invitación. Estaba saliendo de maquillaje cuando la vi llegar, caminando con dificultad y recomponiendo su personaje para que fuera el que estaba acostumbrado a ver en las imágenes. Miraba directo a los ojos, se enorgullecía de sí misma, pero no había nada falso ni posado. Había nacido así, dinástica, bella, aireada, no entendería Citizen Kane de la misma manera que yo, pero su autor era para ella «Tío Orson». Los dos sentirnos que nos comunicábamos bien y la acompañé hasta su camerino, donde de inmediato la bloquearon de mi vista sus acompañantes, hombres con aspectos disonantes a la sensación de diosa que ofrecía, vestida de blanco y todo el pelo moreno cubriéndole los hombros.

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