Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA TATA

La familia de mi padre, Lolita Bosch, p. 158
: la tata trabajó para mis abuelos unos cincuenta años. Que es mucho. Coleccionaba muñecas y las ponía todas en un estante de su habitación: una recámara amplia de ventanas interiores que no daban a ningún sitio, dos camas con colchas rosas, un armario empotrado para ella y otro en el que se amontonaban cosas viejas de la familia de mi padre. Un lugar oscuro y con olor a limpio que estaba entre la cocina y una de las habitaciones de mis tíos: la azul. Cerca de la habitación de los juguetes y de la despensa. Delante del cuarto de planchar donde la tata se pasaba las tardes de los jueves que no tenía fiesta escuchando la radio. No sé si sucedía exactamente así, pero yo recuerdo una rutina laboral estricta: trabajaba cada día excepto dos jueves al mes en los que, tras recoger la mesa del almuerzo, salía a pasear con su hermano que la esperaba sentado en la cocina con la mirada baja y la gorra marrón arrugada entre las manos. También hacía fiesta cuatro días en Navidad, seis en Semana Santa y ocho en verano. Ataviada con un uniforme de color negro y un delantal blanco con puntas bordadas a mano, almidonada, los otros días del año limpiaba cristales, planchaba, hacía la comida, maceraba agua de lavanda, recogía la ropa sucia de las habitaciones, sacaba brillo a la plata, alimentaba a los perros y a una tortuga llamada Paca que vivía en la terraza, cosía la ropa, contestaba el teléfono, salia a comprar algunas cosas, daba paso a los huéspedes, colgaba sus abrigos y guardaba los paraguas, recibía los encargos por la puerta de servicio, pagaba a un señor que venía a cobrar cada principio de mes y a quien la familia de mi padre llamaba el pobre. “Señora: está aquí el pobre”, decía la tata desde la puerta de servicio, y los nietos íbamos a saludar. Se sentaba en la mesa blanca de la cocina blanca a hacer la lista de la compra y luego llamaba al chico del colmado de la esquina del pasaje Mercader, servía el almuerzo y la cena con el tiempo marcado por un timbre que se ocultaba bajo la robusta mesa de madera del comedor y que mi abuela hacía sonar discretamente en la cocina, se llevaba los platos sucios, retiraba las migas con un cepillito de argento con cedra color marfil y pasaba con cautela un plumero por los cuadros de toda la casa. 

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