Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

SEMINAL

De La invención de la soledad de Paul Auster
La chica se aproximaba cada vez más y comenzó a describirle todas las cosas lascivas que podría hacerle en «la habitación del fondo» si estaba dispuesto a pagar. Sus proposiciones eran tan directas y en cierto modo graciosas que él acabó aceptando. Por fin decidieron que le chuparía el pene, pues afirmaba tener un talento extraordinarío para aquella actividad, y en efecto se dedicó a la tarea con un entusiasmo sorprendente. Unos minutos más tarde, en el preciso instante en que se corría dentro de su boca con un largo y palpitante chorro de semen, A. tuvo una visión que lo ha acompañado desde entonces: cada eyaculación contiene miles de millones de espermatozoides -o más o menos la cantidad equivalente al número de habitantes del planeta- y eso significa que cada hombre guarda en sí mismo el potencial de un mundo entero. Y en lo que ocurriría, si esto pudiera ocurrir, se encuentra toda la gama de posibilidades: las semillas de idiotas y genios, de bellos y deformados, de santos, catatónicos, ladrones, corredores de bolsa y equilibristas. Cada hombre, por lo tanto, es un mundo entero y alberga en sus propios genes un decálogo de toda la humanidad. O, como dice Leibniz: «cada sustancia viva es un perpetuo espejo viviente del universo». Pues el hecho es que estamos formados por la misma materia que surgió de la primera explosión, de la primera chispa en el vacío infinito de espacio. O al menos eso se dijo a sí mismo, en aquel momento mientras su pene estallaba en la boca de la mujer desnuda cuyo nombre ha olvidado. Pensó: la irreductible mónada. Y luego como si por fin lograra asimilarlo, pensó en la célula microscópica y furtiva que se había abierto camino en el cuerpo de su mujer, unos tres años antes, para convertirse en su hijo.

Por otra parte, nada. Languidecía, sudaba en el calor del verano. Como un Oblomov contemporáneo acurrucado en su sofá no se movía a no ser que fuera imprescindible.

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