Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

NOVIAZGO

De Sumisión de Michel Houellebecq, p. 18-19
La relación acababa después de las vacaciones de verano, es decir, al inicio del nuevo curso universitario, casi siempre por iniciativa de las chicas. Habían vivido algo durante el verano, ésa era la explicación que solían darme, sin precisiones complementarias; algunas, a las que sin duda no les importaba herirme, me precisaban que habían conocido a alguien. Sí, ¿y qué? Yo también era alguien. Con la distancia, esas explicaciones factuales me parecen insuficientes: efectivamente, y no lo niego, habían conocido a alguien; pero lo que les había hecho atribuir a ese encuentro un peso suficiente para interrumpir nuestra relación y para entablar una nueva relación era simplemente la aplicación de un modelo de comportamiento amoroso poderoso pero implícito, y más poderoso aún por ser implícito.
Según el modelo amoroso imperante en mis años de juventud (y nada me hacía pensar que las cosas hubieran cambiado significativamente), se suponía que los jóvenes, después de un periodo de vagabundeo sexual correspondiente a la preadolescencia, se comprometían con relaciones amorosas exclusivas, acompañadas de una estricta monogamia, en las que entraban en juego actividades no sólo sexuales sino también sociales {salidas, fines de semana, vacaciones). Esas relaciones, sin embargo, no eran definitivas y había que considerarlas aprendizajes de la relación amorosa, en cierta medida prácticas (al igual que se habían generalizado los periodos de prácticas profesionales como paso previo al primer empleo). Se suponía que debían sucederse relaciones amorosas de duración variable (la duración de un año que yo había observado podía considerarse aceptable) y en número variable (una media de diez a veinte parecía una aproximación razonable) para desembocar en una apoteosis en la relación última, la que tendría un carácter conyugal y definitivo, y conduciría, mediante el engendramiento de hijos, a la constitución de una familia.

La perfecta inanidad de ese esquema no se me haría patente hasta mucho más tarde

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