Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt, p. 175
En Amsterdam al igual que en Varsvia,
en Berlín al igual que en Budapest, los representantes del pueblo judío
formaban listas de individuos de su pueblo, con expresión de los bienes que
poseían; obtenían dinero de los deportados a fin de pagar los gastos de su
deportación y exterminio; llevaban un registro de las viviendas que quedaban
libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que colaboraran en la
detención de otros judíos y los embarcaran en los trenes que debían conducirles
a la muerte; e incluso, como un último gesto de colaboración, entregaban las
cuentas del activo de los judíos, en perfecto orden, para facilitar a los nazis
su confiscación. Distribuían enseñas con la estrella amarilla y, en ocasiones,
como ocurrió en Varsovia, «la venta de brazaletes con la estrella llegó a ser un
negocio de seguros beneficios; había brazaletes de tela ordinaria y brazaletes
de lujo, de material plástico, lavable». En los manifiestos que daban a la publicidad,
inspirados pero no dictados por los nazis, todavía podemos percibir hasta qué
punto gozaban estos judíos con el ejercicio del poder recientemente adquirido.
La primera proclama del consejo de Budapest decía: «Al Consejo Judío central le
ha sido concedido el total derecho de disposición sobre los bienes espirituales
y materiales de todos los judíos de su jurisdicción». Y sabemos también cuáles
eran los sentimientos que experimentaban los representantes judíos cuando se
convertían en cómplices de las matanzas. Se creían capitanes «cuyos buques se
hubieran hundido si ellos no hubiesen sido capaces de llevarlos a puerto
seguro, gracias a lanzar por la borda la mayor parte de su preciosa carga», como
salvadores que «con el sacrificio de cien hombres salvan a mil, con el
sacrificio de mil a diez mil». Pero la verdad era mucho más terrible. Por
ejemplo, en Hungría, el doctor Kastner salvó exactamente a 1.684 judíos gracias
al sacrificio de 476.000 víctimas aproximadamente. A fin de no dejar al «ciego
azar» la selección de los que debían morir y de los que debían salvarse, se
necesitaba aplicar «principios verdaderamente santos», a modo de «fuerza que guíe
la débil mano humana que escribe en un papel el nombre de un desconocido, y con
ello decide su vida o su muerte». ¿Y quiénes eran las personas que estos
«Santos principios» seleccionaban como merecedoras de seguir con vida? Eran
aquellas que «habían trabajado toda la vida en pro del zibur” (la comunidad)
-es decir, los funcionarios- y los «judíos más prominentes», como dice Kastner
en su informe.
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