La inesperada verdad sobre los animales, Lucy Cooke, p. 348
En 1924 el Instituto Pasteur de París
escribió al científico ruso para darle una buena noticia: sería «posible y
deseable» que llevara a cabo sus experimentos en la colonia de chimpancés que
acababan de establecer en África Occidental. El emblemático centro de
investigación había creado algo del gusto de los lunáticos científicos rusos.
De hecho, por entonces ya apoyaban a Serge Voronoff, que también estaba
haciendo avances no menos extravagantes en la ciencia de los chimpancés,
afirmando que había descubierto la fuente de la juventud injertando porciones
de testículo de chimpancé en el escroto de un anciano. Se le había ocurrido
aquella imaginativa “terapia de rejuvenecimiento” tras observar a los eunucos y
someterse a sí mismo a algunos experimentos de naturaleza manifiestamente poco
envidiable, entre los que se incluían inyectarse en sus propios testículos un
cóctel de gónadas de conejillo de Indias y de perro trituradas
La fórmula -afortunadamente cara-
de Voronoff para ampliar la vida humana hasta los ciento cuarenta años
consistía en coser a mano trocitos de “glándula de mono” utilizando un finísimo
hilo de seda. Aunque él insistía en que «el injerto no es en absoluto un
remedio afrodisiaco, sino que actúa en todo el organismo estimulando su
actividad», corría el rumor de que podía restaurar el debilitado impulso sexual
del millonario que pudiera pagarlo,
además de su memoria y su visión. Fuera como fuese, aquello bastó para
garantizar que la clínica de Voronoff nunca estuviera vacía. Cientos de hombres
se inscribieron para someterse al tratamiento, entre ellos Sigmund Freud, quien,
tras haberse revelado incapaz de encontrar los testículos de la anguila, era
evidente que ahora no temía experimentar con los suyos propios.
Hasta el mismo Ivanov necesitaba
la magia de las glándulas de mono de Voronoff. El Instituto Pasteur le había
ofrecido instalaciones, pero no fondos, y ahora, peligrosamente falto de presupuesto,
su proyecto del humancé se estaba viniendo abajo. De modo que en uno de sus
viajes a África se detuvo en París para colaborar con Voronoff. Ambos saltaron
a los titulares después de trasplantar el ovario de una mujer a una hembra de chimpancé
llamada Nora e intentar inseminarla con esperma humano. Pero la hembra no
concibió ningún humancé. Voronoff decidió atenerse a su lucrativa labor
cotidiana de trucar testículos de millonarios, e Ivanov se fue a la Guinea
Francesa con el único apoyo de su hijo, que era estudiante de medicina.
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