Manolo el Gitano abrió los ojos,
miró la débil luz que se filtraba por las rendijas de la chabola y se levantó,
procurando no hacer ruido. No le hacia falta vestirse porque dormía vestido, la
chaqueta anaranjada que le habla regalado el año anterior Agostinho da Silva,
llamado Franz el alemán, domador de leones desdentados en el Circo Maravilhas,
hacía ya tiempo que le servía de traje y de pijama. A la mortecina luz del
amanecer buscó a tientas las sandalias transformadas
en zapatillas que usaba como calzado. Las encontró y se las puso. Conocía la chabola
de memoria, y podía moverse en la semioscuridad respetando la exacta geografía
de los míseros muebles que la ocupaban. Avanzó tranquilo hacia la puerta y
entonces su pie derecho chocó contra la lámpara de petróleo que estaba en el
suelo. Mierda de mujer, dijo entre dientes Manolo el Gitano. Habla sido su
mujer la que la noche anterior quiso dejar la lámpara de petróleo junto a su
catre con el pretexto de que las tinieblas le producían pesadillas y soñaba con sus muertos. Con la
lámpara tenuemente encendida, decía ella, los fantasmas de sus muertos no
tenían valor para visitarla y la dejaban dormir en paz.
-¿Qué hace El Rey a estas horas,
alma en pena de nuestros muertos andaluces?
Su mujer tenia la voz pastosa e
insegura de alguien que empieza a despertarse. Ella le hablaba siempre en geringonça,
una mezcla de la lengua de los gitanos, de portugués y de andaluz. Y le llamaba
El Rey.
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