María se acomodó el pelo: vivía despeinada. Alisó los almohadones del sofá, se ajustó el último botón del chaleco y juntó las manos, como rogándoles que se quedaran quietas.
Tenía pocas ganas de que su
invitado llegase y, al mismo tiempo, estaba ansiosa por escucharlo. Se había
repetido tantas veces que en realidad no importaba, que la idea ni siquiera
había sido suya. Pero ahí seguía, asomada a la ventana.
Las ramas de enfrente ondulaban
despacio. A lo lejos, las frondas se encogían de hombros.
Cuando sonó por fin el timbre de
abajo, pulsó fuerte el interruptor sin preguntar quién era. Los mecanismos del
ascensor crujieron. Enseguida llamaron a la puerta.
María vio el cráneo pulido de
Dámaso Alonso, sus anteojos de pasta descolgándose de las orejas, su bigote a
medio evaporar, todo el estudio acumulado en el ceño. Esas ojeras de insomnio
histórico.













