Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA PESADILLA


La tierra de la gran promesa, Juan Villoro, p. 102

Nunca olvidaría los ojos descomunalmente abiertos del cineasta, sus manos grandes de luchador, su voz levemente rasposa. En la oscuridad de un cine, le gustaba ver el cono luminoso que salía de la cabina de proyección y en el que flotaban corpúsculos de polvo que parecían chispas. La voz de Buñuel tenía esa cualidad, un resplandor nimbado de impurezas.

A los quince años, gracias al amigo de un amigo, logró colarse a la tertulia de La Veiga. Bebió un café con leche en un vaso de vidrio grueso mientras el viejo león expresaba su deseo de filmar como quien dirige un sueño. Aquella tarde contó que cuando el cine llegó a Zaragoza la gente se asustaba con los movimientos y tenía que hacer un enorme esfuerzo físico para seguirlos:

-Acababan agotados; ir al cine era como ir al gimnasio. Ahora pongo el mismo empeño en soñar. Dormir cansa -se llevó a los labios una bebida que en su inexperiencia Diego no alcanzó a descifrar; lo hacía despacio, como si bebiera mercurio.

Buñuel hablaba con seguridad pero en un tono llano, ajeno a cualquier alarde. Tenía una extraña forma de ser, simultáneamente, simbólico y literal. Un amigo le diría años después que cualquier frase de Buñuel podía ser entendida "a la francesa" o "a la aragonesa", en clave metafórica o con granítico realismo.

Esa tarde, el cineasta contó la leyenda de un pintor que comía cerdo crudo para tener las pesadillas que luego pintaba. El más célebre de sus cuadros se llamaba, precisamente, La pesadilla. En ese lienzo, la cabeza de un caballo asoma tras una cortina para espiar a una mujer que yace desmayada bajo el influjo de una criatura demoniaca. Buñuel describió el cuadro en detalle y elogió el deseo del pintor de concebir pesadillas comiendo cerdo crudo y comentó que él se conformaba con el jamón serrano.


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