Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LAOCONTE


Las mil naves, Natalie Haynes, p. 36

Creúsa no estaba segura de lo que había ocurrido a continuación. Ella no vio las serpientes, aunque muchas personas aseguraron haberlas visto. No estaba mirando los juncos sino al hombre, Sinón, y su rostro sucio e impenetrable. El único indicio de que entendía lo que había dicho Laocoonte fue que las cuerdas que todavía lo sujetaban se tensaron contra sus bíceps. En cuanto a los dos hijos de Laocoonte, ella pensó que habían corrido hacia el agua. ¿Por qué no habrían de haber ido? Hacía rato que se habían hartado de oír discutir a los hombres y, como todos los niños de Troya, nunca habían bajado a la orilla ni jugado en la arena. De modo que siguieron el río hasta que llegaron a la playa, y antes de que alguien los echara de menos, los dos se habían adentrado en los bajíos.

Creúsa sabía que allí las algas formaban enormes frondas. Cuando era pequeña, su niñera la había advertido  que no se metiera nunca en el agua y que evitara sus tentáculos verdes. Las puntas de las algas tal vez eran lo bastante finas para que un niño las rasgara, pero el resto de la planta era grueso y fibroso.  Era muy fácil tropezar y perder pie, tal como debió de pasarles a los hijos de Laocoonte. Uno debió de caer al engancharse el pie en un nudo de algas y, al no estar acostumbrado a la corriente, le entró pánico y se retorció, enredándose aún más. El otro, al acercarse para ayudar a su hermano, que se había hundido, se encontró en la misma situación. La brisa de la orilla se llevó sus débiles gritos de socorro.

Cuando Laocoonte corrió a salvarlos -demasiado tarde-, las algas habían cobrado una forma malévola. Eran serpientes marinas gigantescas que los dioses habían enviado, dijo alguien, para castigar al sacerdote por haber profanado su ofrenda con la lanza. En cuanto se pronunciaron esas palabras, hubo quienes las creyeron. Ante la imagen del sacerdote en la playa llorando y acunando los cuerpos de sus hijos ahogados, difícilmente la decisión de Príamo podría haber sido otra. Los dioses habían castigado a Laocoonte.


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