Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DANY DEL SALON WEST


Noches sin dormir, Elvira Lindo, p. 116

Dani me ama porque soy una buena clienta. Bienhumorada y desprendida. Cada mes le hago un gasto considerable: me tiño, me dejo cortar las puntas si él lo estima oportuno, aplicarme cremillas que fortifican e hidratan y no sé cuántos ungüentos más que Dani recomienda y que van sumando dólares a la cuenta. Sé que tener a un Dani en la vida cuesta un dinero. Y aunque el muy pomposamente llamado Salon West no es más que un local de barrio, las peluquerías en Nueva York son abusivamente caras.

Dani también me ama porque le escribí su biografia para la página web de la peluquería, un párrafo que ahora acompaña a su foto y que habla de esa especialidad tan codiciada entre las latinas: los moños. También me adora porque le conté que una noche nos invitaron a cenar en el apartamento de uno de los propietarios de Chanel, frente a Central Park, y que a pesar del dineral que se respiraba en el ambiente y en las paredes, pasamos hambre. Cada vez que voy, tengo que volver a contarle a Dani esta historia, como el niño que exigiera siempre el mismo cuento y disfrutara aún más por tenérselo sabido. Responde invariablemente: “¿De veldá?». Y entonces diserta sobre la mezquindad de los ricos y la generosidad de la clase trabajadora a la que él pertenece, y me describe todos aquellos manjares con los que me agasajaría si yo fuera un día a su casa en Nueva Jersey. Y sé que es cierto, que así lo haría, y que hay algo de verdad en eso de la roñosería del que más tiene. También sé que la próxima vez que vuelva le daremos nuevo brío al cuento de la cena en el apartamento del Upper East. Él comenzará con una sonrisa maliciosa: “¿No has vuelto a casa de los de Chanel?”. Y yo le diré que no, y él dirá que mucho mejor así, que para pasar hambre ... Y esperará a que yo le vuelva a describir las impresionantes vistas sobre el parque, las dimensiones del apartamento, las pinturas de valor incalculable que nos rodeaban y, una vez que lo haya situado en el centro de aquel salón, una vez que lo haya abducido convirtiéndole en un invitado más de aquella cena, vendrá el momento en que el anfitrión me ofrecerá algo de beber y yo le diré: «Un vino blanco» y él me dirá: “No tenemos vino blanco», y entonces será cuando Dani, que cada mañana viene desde Nueva Jersey desafiando los incontables inconvenientes que esta ciudad depara a los trabajadores en el camino al trabajo, dejará de aplicarme el Carrot Cake unos segundos para enfatizar su asombro, su indignación, e improvisará un discurso más humano que  reivindicativo sobre los ricos y el resto del universo; no porque tenga aspiración alguna de que el mundo cambie, sino para constatar lo que viene siendo, como ley natural, el  comportamiento del poderoso hacia los inferiores.


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