Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

COMUNISMO


Volver la vista atrás, Juan Gabriel Vásquez, p. 196

Para Marianella, mientras tanto, los días en la comuna fueron mucho más que el satisfactorio cumplimiento de un deber: fueron una verdadera transformación. La experiencia fue tan potente que lo primero que hizo al regresar al Hotel de la Paz fue escribir una carta para la Asociación de Amistad Chino-Latinoamericana. Eran diez páginas escritas en papel translúcido y con tinta verde que describían la vida en la comuna, y en ellas cada coma era una coma conmovida, y cada error de ortografía temblaba de fervor. No hay palabras para expresar, comenzaba diciendo, toda esa felicidad y agradecimiento a la gran comuna popular donde me han acogido como si fuera un miembro de la familia. Era una de las seis jóvenes huéspedes de una mujer de edad que vivía sola con su niño de diez años, pues su marido y su hijo mayor se habían enrolado en el ejército popular. Se levantaban a las seis de la mañana, y media hora después ya estaban saliendo al frío cortante del amanecer. Desde el primer día fue evidente que no tenía ropa adecuada para protegerse del frío, pero no se le ocurrió quejarse ni pedir ayuda: notaba la voluntad de las otras compañeras haciendo lao tun, sin temor a ensuciarse o cansarse, y había que ver para creer el entusiasmo en las horas más difíciles de la mañana. En esos momentos buscaba refugio en las sabias palabras de Mao: «Sin temor al sacrificio y a las dificultades, esforzarse por la victoria final».

A las ocho volvían para desayunar (nos peleábamos por hacer los tallarines o partir la coliflor, pero como no todas podíamos hacerlo todo, barríamos el patio y nos turnábamos para escribir en el tablero las citas de Mao ), almorzaban a las doce y a la una estaban de regreso en el campo, cantando canciones revolucionarias, reuniéndose con los comuneros, estudiando el Libro Rojo en las pausas del trabajo agotador. Por las noches, después de comer, las seis jóvenes visitaban a la suegra de su anfitriona. La abuelita era una mujer encorvada y casi ciega que se sentaba en una esquina para contar cómo era el mundo antes de la Revolución, y eran tan tristes sus historias que Marianella, aunque hacía esfuerzos por no llorar, sentía un gran odio a esa clase explotadora que se nutre del dolor y de la sangre de los hombres. Dos veces a la semana, los martes y los jueves, la comuna las llevaba a ver una película al aire libre. No retuvo una sola de las tramas ni recordó a uno solo de los personajes, pero sabía que nunca se le iba a olvidar el acto de sentarse en el suelo de tierra, sobre esteras que antes llamaría incómodas pero que allí, compartiéndolas con sus camaradas, le parecieron almohadas de plumas.


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