Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

BAROJA

Pío Baroja, Eduardo Mendoza, p. 122

Contrariamente al juicio de que Baroja era un escritor anacrónico que deambulaba por el siglo XX con la vista fija en el XIX, la percepción que Baraja tenía o intuía de la novela difería poco de la de aquellos escritores contemporáneos cuyo desconocimiento le reprochaba Juan Benet. Porque lo que Baroja vio o intuyó fue que los lectores que leían sus novelas no eran los mismos lectores que varias décadas atrás habían leído a su admirado Dickens. Los lectores de Baraja, conscientemente o no, esto poco importa, no seguían las peripecias de Aviraneta como sus antecesores habían seguido las peripecias de Oliver Twist. Lo que ahora seguían los lectores era a Pío Baraja relatando las peripecias de Aviraneta. De este modo, Baraja estableció un pacto tácito con sus lectores, en virtud del cual éstos aceptaban, saboreaban y casi exigían los defectos obvios de Baraja: los arranques titubeantes de las novelas, las digresiones, las vías muertas, las idas y venidas de los personajes de ninguna parte a ninguna parte, en suma, una narración pura para la que las dotes naturales de Baraja no tenían rival. A cambio de esto, Baraja había de ser siempre el mismo, no sólo en los escritos, sino en la vida: el personaje de Baroja que en algún momento, sin saber muy bien cómo, él mismo había creado: Baraja-persona sólo era Baroja-escritor: un hombre huraño, prematuramente avejentado, irresoluto y confuso ante todo lo que no fuera la aventura de inventar y escribir: un hombre sin familia, casi inexistente, sin otra personalidad que la que los demás quisieran otorgarle: el anarquista, el fascista, el novelista famoso, el inofensivo tertuliano, el hombre malo de Itzea.


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