Una de las pocas cosas que
todavía echo de menos de mi infancia en el Medio Oeste es la extraña e ilusa
convicción de que todo lo que me rodeaba existía solo por mí. ¿Soy el único que
tenía esa extraña impresión privada de niño, que todo lo que había fuera de mí
existía únicamente en la medida en que me afectaba de alguna forma, que todas
las cosas estaban de alguna forma, por medio de alguna actividad adulta
soterrada, especialmente dispuestas en mi beneficio? ¿Alguien más se identifica
con este recuerdo? El niño sale de una habitación y todo lo que había en ella,
en cuanto el niño ya no está ahí para verlo, se desvanece en un vacío de
potencialidad, o bien (esa era mi teoría personal de niño) es sacado a rastras
por adultos escondidos y almacenado hasta que la reaparición del niño en la
habitación lo convoque todo de nuevo a entrar en servicio. ¿Estaba yo chiflado?
Por supuesto, aquella convicción era radicalmente solipsista, y no poco
paranoica. Además de la responsabilidad que confería: si el mundo entero
desaparecía y reaparecía cada vez que yo parpadeaba, ¿qué pasaría si yo no
abriera los ojos? Tal vez lo que ahora echo de menos es el hecho de que el solipsismo
radica e iluso del niño no le causa
conflicto ni dolor. Vive la misma clase de solipsismo majestuosamente inocente que el Dios del
obispo Berkeley: todas las cosas son nada hasta que su visión las hace surgir del
vado; su estímulo es la existencia del mundo. Y tal vez es por esta razón que
los niños temen tanto a la oscuridad: no debido a la posible presencia de cosas
invisibles con colmillos, sino a la ausencia material de todo lo que su ceguera
ha borrado. En mi caso al menos, pese a las sonrisas indulgentes de mi familia,
aquella era la razón de que necesitara dejar encendida la lamparilla de noche:
hacía que el mundo siguiera girando.
Además, esa sensación de que el
mundo existe única y completamente Por Él es tal vez la razón de que las
ceremonias públicas especiales vuelven a un niño loco de emoción. Vacaciones, desfiles, viajes de
verano, eventos deportivos. Ferias. En estas ocasiones la emoción frenética del
niño en realidad es entusiasmo por su propio poder: el mundo no solo va a
existir por él sino que se va a presentar de forma especial por él. Todas las
pancartas, globos, casetas doradas, pelucas de payasos, todas las vueltas de la
llave inglesa en el levantamiento de una carpa, todos esos pequeños elementos
significan, aluden. Al avecinarse el Evento Especial, el propio tiempo se
altera, pasa del sistema anular infantil de flashes y vislumbres a una
cronología lineal más adulta -el concepto de estar esperando algo- con momentos
sucesivos que van siendo marcados con un te/os de letras X en el calendario, un
nuevo tipo de realización y de final apocalíptico, la Hora Cero de la Ocasión
Especial, Especial, del estridente y en todos los sentidos excepcional
Espectáculo que el niño ha hecho existir y que es, tal como él intuye con la
misma convicción íntima con que necesita una luz encendida de noche, solo Por
Él, ese ser extraordinario en el centro absoluto.
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