Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

¡QUE SENCILLO¡

De Stoner de John Williams, p.332-333
No tenía intención de asistir ni a una sola sesión del congreso. Se lo imaginaba perfectamente todo: los nuevos opúsculos de Bleuler y Forel padre que podría asimilar mucho mejor en casa, la disertación del americano que curaba la demencia precoz sacándole las muelas al paciente o cauterizándole las amígdalas, y el respeto apenas teñido de ironía con que esta idea sería acogida, simplemente porque los Estados Unidos era un país muy rico y poderoso. Y los demás delegados de los Estados Unidos: el pelirrojo Schwartz con su cara de santo y su infinita paciencia tratando de conciliar dos mundos y docenas de alienistas de aire solapado e intereses puramente comerciales, que asistirían al congreso en parte para hinchar su reputación, y de ese modo tener más posibilidades de conseguir los puestos más cotizados de expertos en criminología, y en parte para ponerse al corriente de los sofismas más recientes, que luego podrían incorporar a su repertorio y así contribuir más a la infinita confusión de todos los valores. Habría algún italiano cínico y algún discípulo de Freud de Viena. Entre todos destacaría claramente el gran Jung, suave, superenérgico, haciendo su recorrido entre los bosques de la antropología y las neurosis de los colegiales. Al principio el congreso tendría un cierto aire norteamericano, casi «rotario” en su ceremonial y procedimientos, luego lograría imponerse la vitalidad más homogénea de los europeos, y, finalmente, los americanos sacarían el as que tenían oculto: el anuncio de donaciones y fundaciones fabulosas, de excelentes instalaciones y centros de formación nuevos, y ante la enormidad de esas cifras, los europeos empalidecerían y se achantarían. Pero él no estaría ahí para verlo.

El avión bordeaba las montañas del Vorarlberg y Dick se deleitó contemplando aquellos pueblecitos con su bucólico encanto. Siempre había cuatro o cinco a la vista, cada uno de ellos agrupado en torno a una iglesia. Qué sencillo resultaba todo observando la tierra a esa distancia. Tan sencillo como manejar muñecos y soldados de plomo en un juego siniestro. Así es como veían las cosas los hombres de estado, los generales y todos los jubilados. De todos modos, ¡qué alivio se sentía!

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