Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DERRUMBE

De Derrumbe, de Ricardo Menéndez Salmón, p. 104-105
Llamadas perdidas. Voces de socorro abortadas, llegando a oídos que nada podían hacer. Mensajes para nadie. Algo que Valdivia imaginaba sólo sucedía en las películas o en los libros. Como Bartleby, el escribiente de Melville, que trabajó en la Oficina de Cartas Muertas de Washington y albergó toda esa pena en su corazón.
Su mujer se levantó, se recogió el pelo y se puso la bata. La noche ya estaba gastada; el sueño, condenado. Bajaron de la mano hasta la cocina, como dos enamorados recientes, y él se sentó a la mesa mientras ella preparaba café.
Era bueno charlar entre las cuatro paredes de su vida en común, de pronto alterada por esa muchacha que tenía un muerto encima de su cama. A Valdivia le apeteció despertar a Vera, decirle que bajara a hablar con ellos ahora que todavía era posible, ahora que estaban a su lado y tenían oídos para sus palabras.
Su mujer sintonizó la radio y Valdivia escuchó decir: «Un suicida se equivoca de número de teléfono y es salvado por un sacerdote.»
Supo que verían amanecer allí. Supo que recibirían los primeros rayos de sol como una bendición. Supo que verían cómo entraban por el ventanal orientado al este y recorrían lentamente el suelo. Supo que admirarían cómo trepaban por los muebles y los electrodomésticos hasta tocar sus manos y cabellos, inflamarles de vida, calentar su piel.
Muy a lo lejos, apenas audible, el canto de un ave.
Escuchó el rugido de sus intestinos. Escuchó el murmullo de la carne de su mujer mientras se ajetreaba con la mermelada, la fruta, los bizcochos. Escuchó todo este ruido que hacían en sus pequeñas vidas condenadas a desaparecer, todo el sube-baja-sube de sus míseros esqueletos.
—Sin azúcar, por favor —informó igual que un visitante educado.

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