Nada que temer, Julian Barnes, p. 156
Cuando yo era «sólo» un lector,
creía que los escritores, porque escribían libros que contenían verdades, porque
describían el mundo, penetraban en el corazón humano, captaban tanto lo
particular corno lo general y eran capaces de recrear ambas cosas en formas
libres pero estructuradas, porque comprendían, tenían que ser, por consiguiente,
más sensibles -y también menos vanidosos y egoístas- que las demás personas.
Luego me hice escritor y empecé a conocer a escritores y a observarlos, y
llegué a la conclusión de que la única diferencia entre ellos y los demás, el
único y exclusivo aspecto en que eran mejores residía en que eran mejores
escritores. Quizá, en efecto, fueran sensibles, perceptivos, sabios, capaces de
generalizar y de captar lo particular, pero sólo ante sus escritorios y en sus libros.
Cuando se aventuran en el mundo, suelen comportarse corno si toda su
comprensión de la conducta humana se hubiera quedado atascada en sus máquinas
de escribir. No sólo los escritores. ¿Son muy sabios los filósofos en su vida
privada?
«Ni un ápice más sabios por ser
filósofos», contesta mi hermano. «Peor aún, en su vida semipública son menos juiciosos
que otros tipos de académicos.» Recuerdo que una vez dejé un momento la
autobiografía de Bertrand Russell, no por incredulidad, sino por una especie de
creencia horrorizada. De este modo describe el principio del fin de su primer
matrimonio: «Salí a pedalear en bici una tarde y de repente, cuando avanzaba
por una carretera rural, comprendí que ya no amaba a Alys. Hasta aquel momento ignoraba
incluso que mi amor por ella había disminuido.» La única respuesta lógica a
esto, a sus repercusiones y a su forma de expresión sería: que los filósofos no
monten en bicicleta. O quizá, que los filósofos se abstengan de casarse. Conservarles
para que hablen de la verdad con Dios. Para esto me gustaría tener a mi lado a
Russell.
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