Nada que temer, Julian Barnes, p. 95
Y ahora llega a Florencia por
primera vez. Procede de Bolonia: el carruaje cruza los Apeninos y comienza el
descenso hacia la ciudad. «El corazón me brincaba como un loco. ¡Qué emoción
más absolutamente infantil!» Cuando la carretera gira, se avista la catedral,
con la famosa cúpula de Brunelleschi. En la entrada de la ciudad, abandona el carruaje
-y su equipaje- para entrar en Florencia a pie, como un peregrino. Llega a la
iglesia de Santa Croce. Allí están las tumbas de Miguel Ángel y Galileo; cerca
está el busto de Alfieri esculpido por Canova. Piensa en otros grandes
toscanos: Dante, Boccaccio, Petrarca. «La marea de emoción que me abrumaba
fluía tan adentro que apenas se distinguía de la veneración religiosa.» Pide a
un fraile que le abra la capilla Niccolini y que le deje ver los frescos. Se sienta
«en el travesaño de un reclinatorio, con la cabeza apoyada en el respaldo, para
que mi mirada se demorase en el techo». La ciudad y la proximidad de sus
ilustres hijos han puesto ya a Beyle
casi en un estado de rapto. Ahora está «absorto en la contemplación de sublime belleza»; alcanza «el grado
supremo de sensibilidad en que las divinas
sugerencias del arte se mezclan con la apasionada sensualidad de la
emoción.» Las cursivas son suyas.
La consecuencia física de todo
esto es un desmayo. «Al salir del pórtico de Santa Croce sufrí unas violentas
palpitaciones ... La fuente de la vida se secó en mi interior y caminé con un
miedo constante de caerme al suelo.» Beyle (que ya era Stendhal cuando publicó
este relato en Roma, Ndpoles y Florencia) pudo describir los síntomas pero no dar
un nombre a su enfermedad. La posteridad, sin embargo, sí puede, puesto que la
posteridad siempre sabe más. Beyle sufría, podemos decirle ahora, del síndrome
de Stendhal, una afección identificada en 1979 por un psiquiatra florentino que
había recopilado casi cien casos de mareo y náuseas producidos por la
exposición a los tesoros artísticos de la ciudad.
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