Nada que temer, Julian Barnes, p. 161
Wharton consideraba la vida una
tragedia -o como mínimo una comedia sombría- con un final trágico. O, a veces, sólo
un drama con un final dramático. (Su amigo Henry James definió la vida como «el
tránsito penoso que precede a la muerte». Y el amigo de él Turguéniev, creía
que «la parte más interesante de la vida es la muerte».)
Tampoco seducía a Wharton la idea
de que la vida, ya sea trágica, cómica o dramática, es necesariamente original.
Nuestra falta de originalidad es algo que olvidamos provechosamente cuando nos
encorvamos sobre nuestra -para nosotros- vida siempre fascinante. Mi amigo M.,
que dejó a su mujer por otra más joven, se quejaba: «La gente me dice que es un
tópico. Pero a mí no me lo parece.» Lo era, sin embargo, y lo es. Nuestras
vidas lo demostrarían, si pudiésemos verlas desde una mayor distancia, desde el
punto de vista, pongamos, de ese Ser superior imaginado por Einstein.
Un día, una amiga biógrafa me
propuso adoptar la visión ligeramente más larga y escribir mi vida. Su marido arguyó
satíricamente que sería una obra corta, puesto que todas mis jornadas eran
iguales. «Se levantó», decía su versión. «Escribió libro. Salió a comprar
botella de vino. Volvió a casa, hizo la comida. Bebió vino.» Inmediatamente aprobé
esta vida breve. Vale lo mismo que cualquier otra; tan verídica o tan mendaz
como cualquier otra más larga. Faulkner dijo que la necrológica de un escritor
debería decir: «Escribió libros y después murió.»
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