Hacer la guerra, Simone Weil, p. 81
La tragedia ática, al menos la de
Esquilo y la de Sófocles, es la verdadera continuación de la epopeya. La idea
de justicia la ilumina sin intervenir nunca; la fuerza aparece con su fría
dureza, siempre aompañada por los efectos funestos que no respetan ni a quien
la ejerce ni a quien la padece; la humillación del alma acongojada no se
oculta, tampoco se envuelve con piedad fácil ni se expone al desprecio; más de
un ser herido por la degradación de la desgracia se nos presenta como
admirable. El Evangelio es la última y maravillosa expresión del genio griego,
lo mismo que la Ilíada es la primera. En él asoma el espíritu de Grecia no solo
porque se ordena buscar, excluyendo cualquier otro bien, «el reino de la
justicia de nuestro Padre celestial», sino también porque en él aparece la
miseria humana en un ser divino y humano a la vez. Los relatos de la Pasión
muestran que un espíritu divino, unido a la carne, es alterado por la
desgracia, tiembla ante el sufrimiento y la muerte, se siente, en el colmo del desamparo,
separado de los hombres y de Dios. El sentimiento de la miseria humana les
confiere ese acento de sencillez que es
la marca del genio griego y el gran mérito de la tragedia ática y la Ilíada. Hay
frases que suenan extrañamente parecidas a las de la epopeya, y el adolescente
troyano enviado al Hades, aunque él no quería partir, nos trae a la memoria lo
que Cristo le dice a Pedro: «Otro te atará y te llevará a donde no quieres ir».
Este acento no puede separarse del pensamiento que inspira el Evangelio, porque
el sentimiento de la miseria humana es una condición de la justicia y el amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario