PÓRTICO. PRIMER DÍA
El vuelo del botafumeiro
No tengo mala opinión del miedo.
Junto al freno de la vergüenza y a los dictámenes de la razón, el miedo me ha
salvado a menudo del peligro, que, en contra de lo que me habían dicho tantas
veces de joven, no viene de la astucia del demonio, sino de la ignorancia de
los hombres o de lo contrario, de su exceso de curiosidad.
Era domingo, año de jubileo, y yo
acababa de llegar a Santiago de Compostela sin miedo alguno, pero con el cuerpo
bastante molido tras un trayecto de doce jornadas en el interior de un
carruaje. No veía el momento de apearme cuando el coche por fin se detuvo
frente a la portada de la catedral en obras, en una plaza copada por los
puestos de obradores de piedra que trabajaban en la remodelación del edificio,
junto a tenduchos de vendedores que pregonaban
sus mercancías: estrellas de Salomón para los partos, reliquias de mártir,
huesos de santo, redomas de agua milagrosa, higas para el mal de ojo, remedios
contra la peste y pedazos de la santa cruz. Escuchando a los variados
contadores de milagros, había ciegos, mudos, impedidos, endemoniados y leprosos
llegados a Santiago por el aliento de la esperanza de su curación.
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