Desde su ventana podía ver la
playa que estaba más abajo, pero alcanzarla parecía imposible, como si el mar y
la arena y las piedras fueran parte de una postal. Era impensable dejarse caer
como un pájaro, como el corazón de una manzana; en cambio, tendría que regresar
a la casa, entrar en la fresca oscuridad del vestíbulo. Primero debería pasar
al Iado de la habitación de sus padres;
luego caminar ligeramente para evitar el crujido de las tablas de la escalera
de madera; después cuidarse de la sala de estar, donde Monsieur Clive se
encontraría leyendo; por fin, pasar de largo, corriendo, la cocina y a Rebeca,
la mucama.
Pero quizás tendría suerte.
Quizás Rebeca estaría hablando con alguien y habría cerrado la puerta de la
cocina. Quizás sus padres habrían salido. Quizás Monsieur Clive estaría
dormido. La habitación de sus padres parecía vacía. Echó una mirada a la gran
mecedora de su madre, con los brazos en jarras, y luego, en un rincón, al
vestidor de roble de su padre. Durante un momento se sintió a salvo. Bajó de
puntillas la escalera, sujetándose en la fría barandilla.
-Bonjour. Ven a darme el beso de
buenos días.
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