De Compañeros de viaje de HJ, p.16-17
Desde aquel día, he visto todos
los grandes tesoros artísticos de Italia: Tintoretto en Venecia, Miguel Ángel en
Florencia y Roma, Correggio en Parma;
pero nunca he observado ningún cuadro con una emoción igual a aquella que se
despertó en mí cuando esta gran creación de Leonardo se adueñó lentamente de mi
inteligencia desde el trágico crepúsculo de su ruina. Una obra de arte tan noblemente concebida
nunca muere completamente, al menos mientras perduren media docena de los
trazos principales de su diseño. El descuido y la malevolencia son menos
astutos que el genio de un gran pintor. El fresco ha sabido preservar con
habilidad maestra una abundancia de belleza que sólo el amor perfecto y la
compasión pueden llegar a percibir plenamente. De esta forma, bajo mis ojos, el
inquieto fantasma del fresco muerto regresó
a su morada mortal. Percibía la radiación de la bella imagen central de Cristo,
que se propagaba a derecha e izquierda a lo largo de la lamentablemente
quebrada línea de los discípulos. Una por una las figuras cobraban vida y
significado desde las profundidades de su triste desmembramiento, poniéndose
así de manifiesto la vasta y seria belleza de la pintura. ¿Cuál es la fuerza
dominante de este magnífico diseño? ¿Es el arte? ¿Tal vez la ciencia? ¿Es el
sentimiento o el conocimiento? No puedo decirlo con certeza, pero en momentos
de duda y depresión me es de gran ayuda recordar con toda la claridad posible este
gran cuadro. De todas las obras de arte llevadas a cabo por el hombre, esta es
la menos superficial.
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