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El hombre de la puerta les indica
un edificio bajo y achaparrado que hay no muy lejos.
-Si se dan prisa -dice-, podrán
registrarse antes de que CIerren.
Se apresuran. «Centro de
Reubicación Novilla», dice el letrero. «Reubicación», ¿qué significará eso? No
es una de las palabras que ha aprendido. La oficina es amplia y sobria. También
calurosa, incluso más que afuera. Al
fondo, un mostrador de madera cruza la sala, dividido por paneles separadores
de cristal esmerilado. Apoyada en la pared hay una hilera de ficheros de madera
barnizada.
Suspendido de uno de los paneles
hay un letrero, «Recién llegados», con las palabras impresas en negro en un
rectángulo de cartón. La empleada de detrás del mostrador, una mujer joven, le
saluda con una sonrisa.
-Buenos días -dice él-o Acabamos
de llegar. –Pronuncia las palabras despacio, en el español que tanto le ha
costado dominar- Estoy buscando trabajo y un sitio donde vivir. –Sujeta al niño
por las axilas y lo levanta para que pueda verlo-. Tengo un niño conmigo.
La joven se inclina para darle la
mano al niño.
-¡Hola, muchachito! -dice-. ¿Es
su nieto?
-Ni mi nieto, ni mi hijo, pero
soy responsable de él.
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