A las diez de la mañana llego al
Hotel Savoy. Iba decidido a tomarme unos días o una semana de descanso. En esta
ciudad viven mis familiares, mis padres eran judíos rusos. Deseo obtener dinero
para proseguir mi viaje hacia el oeste.
He sido prisionero de guerra
durante tres años y ahora regreso. He vivido en un campo siberiano y he
recorrido aldeas y ciudades rusas trabajando como obrero, jornalero, guardián
nocturno, maletero y ayudante de tahona. Llevo puesta una blusa rusa que alguien
me regaló, unos pantalones cortos, que he heredado de un compañero fallecido, y
unas botas que aún se pueden usar y de cuyo origen no me acuerdo ni yo mismo.
Por primera vez, después de cinco
años, vuelvo a hallarme ante las puertas de Europa. El Hotel Savoy, con sus
siete pisos, su escudo heráldico dorado y su portero de librea, me parece más europeo que cualquier otra pensión u hostería
del este. Me espera agua, jabón, un retrete inglés, ascensor, camareras de cofia blanca,
bacines de reflejos amables, como deliciosas sorpresas metidas en cajitas
revestidas de madera pintada de color marrón; lámparas eléctricas floreciendo en pantallas verdes y
rosas, como cálices; timbres estridentes que obedecen a la presión del dedo; y
camas con edredones de plumas, mullidas y amablemente
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