En el museo romano de Villa Giulia el guardián de la Sección Quinta continúa su ronda. Acabado ya el
verano y, con él, las manadas de turistas, la vigilancia vuelve a ser aburrida;
pero hoy anda intrigado por cierto visitante y torna hacia la saleta de Los Esposos con creciente curiosidad. «¿Estará todavía?», se pregunta,
acelerando el paso hasta asomarse
a la puerta.
Está. Sigue ahi, en el banco
frente al gran sarcófago etrusco de terracota, centrado bajo la bóveda: esa
joya del museo exhibida, como en un estuche, en la saleta entelada en ocre para
imitar la cripta originaría.
Sí, ahí está. Sin moverse
desde hace media hora, como si él también fuese una figura resecada por el fuego
y los siglos. El sombrero marrón y el
curtido rostro componen un busto de arcilla, emergiendo de la camisa blanca sin
corbata, al uso de los viejos de allá abajo, en las montañas del Sur: Apulia o,
más bien, Calabria.
«¿ Qué verá en esa estatua?», se pregunta el guardián. Y, como no
comprende, no se atreve a retirarse por si de repente ocurre algo, ahí, esta
mañana que comenzó como todas y ha resultado tan distinta. Pero tampoco se atreve a entrar, retenido por
inexplicable respeto.
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