De Vera. Señora de Nabokov de Stacy Schiff, p.580-581
A finales de junio Viadimir pareció perder a ojos vista la poca fuerza que le restaba. Su médico se mostró sin embargo optimista respecto a su recuperación; se enojó visiblemente cuando Véra manifestó su radical desacuerdo, afirmando que, en su opinión, su marido parecía estar muriéndose. Dimitri regresó a Italia poco después de esta conversación con el facultativo, pero se le convocó a Lausana casi de inmediato. Su padre sufría graves dificultades respiratorias, supuraba por boca. Le había subido la fiebre a 41°; la neumonía había afectado a los bronquios. Dimitri se percató de que ((el ánimo de los médicos pasó como si tal cosa de la cama del hospital a la sepultura del cementerio». Estamos lejos de conocer las últimas palabras que intercambiaron Viadimir y Véra en esos momentos, tanto como lo estamos de saber las que se dijeron en una acera de Berlín cincuenta y cuatro años antes. Pocos días antes del final, Véra señaló que no creía que todo terminase con la muerte, asunto del que su marido y ella habían hablado con toda sencillez muy al principio de su noviazgo. Seguía estando muy de acuerdo con esta afirmación. Descendió ahora sobre ambos un velo muy diferente: el corazón que se había desbocado en su carrera de un abismo a otro a un ritmo de 4.500 latidos por hora había alcanzado su destino final. Mientras Véra y Dimitri permanecían a su lado, se detuvo a las siete menos diez de la tarde del sábado 2 de julio.
Segundos más tarde, una enfermera de Lausana se precipitó sobre Véra para manifestarle sus condolencias. Véra la apartó de sí diciéndole con acritud: «S’il vous plait, madame». No tenía paciencia para los tópicos, no tenía ninguna intención de dárselas de viuda dolorida. Ese mismo mes, cuando vio a su cuñada, le dio las mismas, severas e innecesarias instrucciones de cara a su visita: ((Pero, por favor, nada de lágrimas, nada de lamentos, nada de eso». Hizo una petición similar en lo tocante a la ceremonia íntima que en la cercana localidad de Clarens siguió a la cremación el 7 de julio: a uno de los miembros de la familia le pidió que no la abrazase. En esa ocasión pareció perfectamente dueña de sí misma, tal como esperaban los cuarenta y pocos familiares y amigos que se congregaron en el pequeño cementerio de la colina: Sonia, Topazia Markevitch, los Rowohlt, Beverly Loo, los numerosos primos Nabokov... La máscara le había prestado excelentes servicios durante más de medio siglo; no existía razón para despojarse de ella. Tampoco existía ninguna razón para pensar que la máscara y el rostro fuesen el mismo. Tan pronto tuvo conocimiento de la noticia, Beverly Loo llamó a Véra para saber si le gustaría que tomase un avión a Suiza. Agradecida y aliviada, Véra le dijo que sí, desde luego. Estaba llorosa cuando recibió a Loo. Dimitri había llevado a su madre a Montreux en su Ferrari azul, desde el hospital de Lausana, al atardecer del 2 de julio, el último día de la vida de su padre. Véra permaneció unos minutos en silencio, y luego pronunció las únicas palabras de manifiesta desesperación que le oyó decir Dimitri en toda su vida: «Alquilemos una avioneta y estrellémonos».
1 comentario:
qué emocionante final la frase-deseo de Vera, no se merecía menos Nabokov, me ha gustado mucho leerlo, gracias
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