De Vera. Señora de Nabokov, de Stacy Schiff, p.602-603
En su último año de vida, Ellendea Proifer preguntó a Véra si se aburría. «No, nunca», respondió. Una pariente lejana, por la rama de los Feigin, habló por teléfono con ella a mediados de 1990. «Tía Véra, ¿cómo te encuentras?», le preguntó. «Muy mal», repuso Véra con una carcajada. Vivian Crespi la visitó en otoño. Véra la recibió en una silla de ruedas, con una camisa de «shantung» blanca y negra y unos pantalones negros, perfectamente peinada, con una belleza exultante. Todavía desprendía un brillo muy auténtico. Sus ojos claros centelleaban; su ingenio seguía al acecho. Conversaron mientras Crespi se tomaba un té. «Hay alguna cosa que pueda hacer por ti?», le preguntó antes de marcharse. La silla de ruedas le molestaba; a Crespi le dio la sensación de que Véra, tan acostumbrada a la actividad incesante, debía de sentirse atrapada. «Vivi, querida, reza para que tenga una muerte rápida», le susurré Véra al oído.
Seis meses más tarde se cumplió su deseo. El 6 de abril de 1991 Lite ingresada en el hospital de Vevey por problemas respiratorios. Se encontraba inconsciente cuando Dimitri fue a verla a la tarde del día siguiente. Pasó varias horas hablando con ella, acariciándole el pelo; con minúsculos, sutiles esfuerzos, parecía deseosa de expresar algo. Murió tranquilamente a las diez de la noche. «Véra Nabokov, 89 años, esposa, musa y agente», rezaba el encabezamiento de la necrológica que publicó el New York Times. Sus cenizas se reunieron, tal como ella quiso, con las de su marido. A la lápida gris azulada de la tumba de Clarens se añadió una línea esculpida, de modo que a día de hoy reza así:
VLADIMIR NABOKOV
ECRIVAIN
VERA NABOKOV
Fue una acertada manera de expresarlo. Como escribió Alfred Appel cuando se enteró de la noticia, daba la impresión de que «el monumento llamado “Nabokov” (su obra completa) es en realidad la abigarrada obra de dos personas; si él hubiera sido de hecho un escultor, ella habría escrito su nombre en la base, en letras minúsculas, de modo que nadie acertase a leerlas, y luego se habría alejado con su mínima, enigmática sonrisa de Mona Lisa». No tenía ni idea de lo pequeño que había llegado a ser el cuerpo de la letra con que ella escribía. En sus últimos días de vida, Véra estuvo trabajando en una primera traducción de los pasajes más intrincados de «Dioses», un relato todavía inédito que Vladimir había escrito a lo largo de los primeros días de su noviazgo. Las cuerdas vocales ya no le respondían, su capacidad visual era muy escasa, estaba prácticamente sorda, le fallaba la memoria. Se mostró sin embargo resuelta a terminar esa traducción. Su caligrafía, en otros tiempos tan redonda, tan regia, había pasado a ser algo diminuto, apiñado, consumido. Había comenzado a escribir incluso montando los renglones. Era como si se estuviera disolviendo en el texto, tal como, durante tan gran parte de su vida, había optado por hacer.
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