De Bajo el signo de Marte de Fritz Zorn, de Adolf Muschg, p. 216 (Anagrama)
Además, hay también que tener en cuenta el punto siguiente: tal como yo creo, no soy yo mismo el cáncer que me devora, sino que lo que me devora es mi familia, mi origen, toda una herencia. Eso significa en términos médico-políticos o sociopolíticos: mientras tenga cáncer, seguiré siendo el rehén del ambiente burgués canceroso, y si muero de cáncer, habré muerto como burgués. Pequeña pérdida en el plano sociológico, porque no se lamenta jamás la muerte de un burgués. Pero en lo que hace a la esencia de la familia, creo que Rieron los griegos los que mejor la intuyeron. No por nada Edipo y su familia llegaron a ser el símbolo de la familia propiamente dicha. También el destino horroroso de Fedra se descubre en el verso que la señala como la hija de sus padres:
La fille de Minos et de Pasiphaé
Incluso la buena Ifigenia alemana (aunque, como es sabido, es únicamente de Goethe) intuye hasta qué punto es fatal ser la hija de su familia. Sin embargo no hay personaje que muestre la hermosa vida de familia como el de Cronos, que devora a sus propios hijos. Creo que esta bella y antigua costumbre ha seguido siendo una tradición hasta el día de hoy, y seguramente entre nosotros no hay nadie que no pueda aplicarse a sí mismo estas palabras:
Mi madre que me sacrifica,
Mi padre que me devoró.
Claro que hoy en día se es más civilizado y no se toman ya ei tenedor y el cuchillo para devorar a los propios hijos (porque los modales en la mesa son muy complicados en el lugar del que yo provengo), sino que, simplemente y gracias a una educación apropiada, se logra que los niños desarrollen un cáncer después; de esta manera y según la costumbre de los antiguos, pueden ser devorados por sus padres.
Sólo que no todos los hijos son igualmente digeribles.
Por eso no creo tampoco que mi estado actual pueda ser llamado «resignación». Antes, yo tenía por dogma que me iba «bien»; pero ese estar bien se veía asaltado por miedos siniestros acerca de que, sin embargo, hubiera algo de falso en esa apreciación. Esa había sido justamente la resignación: que yo me hubiese contentado con no tocar jamás, en ninguna circunstancia, cualquier cosa que hubiera podido avivar esos miedos. Fue resignación el hecho de no abrir jamás el armario pata que el esqueleto que colgaba dentro no cayera en el salón.
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