Era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York. Les tengo manía a las ejercuciones. La idea de ser electrocutada me pone mala, y eso era lo único que se podía leer en los periódicos, titulares que como ojos saltones me miraban fijamente en cada esquina y en cada entrada al Metro, mohosas e invadidas por el olor de los cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no podía evitar preguntarme qué se sentía al ser quemado vivo de la cabeza a los piesPensé que debía ser la cosa más terrible del mundo.Nueva York era bastante desagradable. A las nueve de la mañana la falsa frescura campestre que de algún modo rezumaba durante la noche, se evaporaba como la parte final de un dulce sueño. Color gris espejismo en el fondo de sus desfiladereos de granito, las calles calientes reverberaban al sol,mientras las capotas de los coches se chamuscaban y brillaban y el polvo seco y ceniciento se metía en los ojos y en la garganta.Seguí oyendo hablar de los Rosenberg por la radio y en la oficina hasta que ya no pude apartarlos de mi mente. Era como la primera vez que vi un cadáver.
Durante semanas, la cabeza del cadáver -o lo que quedaba de ella- flotó entre los huevos con tocino de mi desayuno y
1 comentario:
Te has comido una P del apellido
Te recuerdo mi enlace en mi blog:
http://suicidasperezosos.blogspot.com/2005/07/silvia-plath.html
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