INTRODUCCION
Antaño, lo peor que podía sucederle a un individuo no era la muerte; este accidente, con ser grave, no se consideraba lo más funesto que podía caberle a uno en suerte. Vivir sin dignidad, ser deshonrado, o gozar de poca estima en la comunidad eran males mucho más temibles que el fallecimiento. Esto nos resulta extraño, habituados como estamos a comprobar la satisfacción de aquellos que viven en la deshonra, y la arrogancia con la que desafían la animadversión de las gentes, de la que incluso se ufanan.
Para nosotros no hay nada peor que la muerte y es ella lo más temido, porque la sociedad sólo conoce criterios de eficacia, es decir, criterios, en último término, económicos. Vivir es ahora un asunto sin relación alguna con la moral, a pesar de lo que predican los múltiples gerentes de la administración política. Sólo se considera vivo, es decir, individuo, a quien controla el poder económico, por canalla o rufián que sea. Y están muertos todos los restantes, o son, simplemente, masa.
EL LUGAR Y LA RUINA
El estado veneciano a comienzos del XVIII, o la Serenísima República, era, en términos administrativos, un archipiélago de colonias territoriales que hoy podríamos llamar "confederadas": Bassano, Crema, Peschiera, Treviso, Vicenza, Rovigno, Verona, Padua, Brescia, Bérgamo... Su frontera occidental llegaba hasta treinta kilómetros de Mil´´an, formando el conjunto de territorios llamados por los venecianos Terraferma; es decir, prolongación de la soberanía veneciana sobre la península italiana; denominación que por sí sola nos indica la existencia de una "nación" veneciana.
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