Relucían como joyas, si uno los contemplaba desde lejos, y la verdad es que, en la distancia, llegaron a deslumbrarme. Luego, cuando me acerqué a ellos, descubrí que su brillo era el de los cristales rotos. Supe que me habían atrapado, porque yo me había empezado a resquebrajar.
No formaba parte del grupo, aunque acudí algunas veces al jardín de Carlos y Amelia, convencido de que allí se encontraba el centro de algo que iba a acabar necesitando. Se me incluía en ese montón de amigos de los amigos de él, que había ido sustituyendo al inicial núcleo de amigos de los amigos de ella, y ni siquiera recuerdo cómo me fui acercando a aquella corte en la que los dos reinaban indiscutidos. Tampoco tuve mucho trato con Carlos. No creo que llegara nunca a aprenderse mi nombre. Nos habíamos visto en algunas exposiciones, en presentaciones de libros, en sitios así, y siempre me devolvía el saludo, sonreía, y se iba con el vaso a otra parte. Me tenía indefinidamente catalogado como componente de al-
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