Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DEL VALENCIANO


La España vacía, Sergio del Molino, p. 272

En las novelas de Vicente Blasco Ibáñez sólo hablan valenciano las sirvientas y la gente más tosca. Los burgueses de Valencia hablan castellano y exigen a los aldeanos que no se expresen en lemosín, que es el apelativo con que los franceses del norte se referían a la lengua de Oc (por la ciudad de Limoges). En el Pirineo, las lenguas romances que se mantenían vivas hasta el siglo XX se llamaban también patués, por el francés patois, otra forma despectiva de referirse a las lenguas meridionales. El carlismo proveyó a los hablantes del euskera y del catalán un ámbito de expresión pública y, sobre todo, un contexto de dignidad. Mientras los señoritos de las ciudades, como los de Blasco Ibáñez, censuraban el habla de los pueblos, el carlismo la exaltó. Publicaron periódicos en las viejas lenguas ibéricas, pilares de la tradición; sus curas dieron misas en ellas, y sus soldados marcharon al frente entonando canciones con las viejas palabras de la aldea. Sin el carlismo, es muy difícil que ni el euskera como el catalán hubieran sobrevivido al avance del estado español moderno, con su industrialización y su crecimiento urbano. Las Bases de Manresa que marcan el comienzo del nacionalismo catalán moderno son de 1892, y el Partido Nacionalista Vasco se fundó en 1895. Ambos acontecimientos se produjeron cuando el carlismo había renunciado a conseguir sus objetivos mediante la guerra. Desde 1876, se transformó en una cultura política que aspiraba a influir no sólo en el juego parlamentario, sino a moldear aquella parte de la sociedad española que seguía dominando. Esos casi veinte años que van de la última derrota carlista a la emergencia de los nacionalismos fueron clave, porque coincidieron también con la industrialización de Bilbao y Barcelona, con la primera gran llegada de emigrantes del resto de la Península y con la consolidación del estado centralista. El carlismo pacífico y fuerte fue un refugio y una abrazadera para unos campesinos que veían cómo su cultura se fundía en los altos hornos o desaparecía en los telares de vapor de una Babel procaz e insaciable. Los círculos tradicionalistas, su prensa, sus instituciones y su influencia en muchas esferas de la opinión pública, permitieron a mucha gente seguir aferrada a su lengua, hablándola con normalidad y orgullo, inmunes a los desprecios de la ciudad.


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