Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

HENRY JAMES Y VIRGINIA WOOLF

Virginia Woolf, Nigel Nicolson, p. 43
Virginia podía escribir tres cartas largas a destinatarios diferentes en una tarde sin repetir una sola frase. Varía su profundidad y rapidez, como una corriente que se acelera al fluir sobre guijarros y después se serena en las charcas. Casi sin excepción, son cartas anímadas, alegres, solícitas. Cuando cotillea (algo frecuente) no lo hace con malicia, sino como si fuera una caricatura. Tomemos, por ejemplo, su famosa descripción de su primer encuentro con Henry James en Rye:
Me clavó sus ojos negros e inexpresivos -como canicas de niño- y dijo: “Mi querida Virginia, me dicen ... me dicen ... me dicen ... que tú --como digna hija de tu padre y nieta de tu abuelo, descendiente diría yo de un siglo .. . de un siglo ... de péñolas y tinta ... tinta .. . tinteros, sí, sí,  sí me dicen ... ah ... hum ... hum ... que tú, tú escribes, en resumen”. Esto ocurrió en la calle, mientras todos esperábamos, como los granjeros esperan que una gallina ponga un huevo -¿lo hacen?-, nerviosos, educados y apoyados ora en un pie, ora en el otro. Me sentí como un condenado que ve caer la hoja y detenerse y volver a caer.

Virginia no era por entonces la persona inquietante en la que, sin intención pero de forma inevitable, se convertirla al hacerse famosa. Al conocerla parecía tímida, vergonzosa.  Así recordaba Arnold Bennett su encuentro con ella en un café de París en abril de 1907: «El joven Bell [Clive] estaba allí con su esposa, que es la hija de Leslie Stephen. Entraron otra hija [Virginia] y un hijo [AdrianJ. La mujer de Bell era ligeramente atractiva; la otra hija no ... quiero decir, físicamente. Todos parecían bastante jóvenes, gente muy decente, que llevaban muy bien el peso de su apellido», cuando ya habían conseguido quitarse de encima ese peso.
En la imagen Virginia y Vanessa

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