Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

AMIGAS

De La recta intención de Andrés Barba, p.134-135
“Tenemos que vernos desnudas», dijo Ana, todavía seria con un punto de solemnidad en la voz, y ella sintió una contracción rápida en el estómago.
“¿Ahora?”
“Ahora.”
Nunca se habían visto desnudas. Parte del ritual que todavía las hacía extrañas era precisamente aquella conciencia de la fealdad de su desnudez. Hasta ese momento, y sin que hubiese sido necesario que lo comentaran, habían utilizado la una detrás de la otra el cuarto de baño para cambiarse. Si la puerta estaba cerrada la otra no se atrevía a entrar, a llamar siquiera, y aquello acrecentaba la solemnidad de la desnudez que era un acto cuyo íntimo desagrado aniquilaba la posibilidad de contemplarse. Pero ahora Ana había dicho que se tenían que ver desnudas, Ana, que nunca decía nada, había dicho que se tenían que ver desnudas y aquellas palabras le habían suavizado inexplicablemente la garganta y, al mismo tiempo, bajado hasta el estómago como una palpitación rápida. Ana se quitó el jersey. Sara la camisa.
“Un momento”, dijo Sara, y fue a cerrar la persiana hasta la mitad para evitar que las vieran. La habitación se vació de luz adquiriendo una penumbra tenue, casi mate. Se quitaron los pantalones a la vez, y las bragas, y los calcetines.
Ahora ya estaban desnudas. Ana dejó caer los brazos junto a las caderas y ella también. Los pechos tenían una simplicidad redonda y asimétrica en la que el pezón parecía desdibujado casi, de un color cercano al de la piel. El vello del pubis era negro y contundente y Sara se quedó hipnotizada en él, como si aquel punto de fragilidad pudiera desmoronar el cuerpo completo de Ana. Sentía la mirada de Ana sobre ella de la misma forma; amándola y destruyéndola a la vez, deteniéndose sin piedad en la delgadez de sus piernas, deteniéndose lenta en la ingle, escalando las costillas, y hubiera querido entonces saltar sobre ella, arañada, morderle la cara, pero no, había que estar así, quietas, las dos de pie separadas a un metro de distancia como dos estatuas de sal, los ojos subiendo y bajando, devorándose. Ana avanzó un poco hacia ella y extendió la mano, como para ir a tocarle el pecho.
“No -dijo Sara, y la mano de Ana se detuvo y la miró después, por primera vez, a los ojos-, no nos podemos tocar”, terminó.

“Claro -contestó Ana despacio, como si aquello hubiera sido lo último que le faltaba por comprender-, ahora ya no tenemos secretos.”
Oleo de Balthus

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