Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

GRAN GUERRA

De Mi padre y yo de JR Ackerley
No obstante, he de decir, no vaya a parecer que estoy haciendo alarde de ello, que mi ascenso no se debió a que yo poseyera especiales dotes de soldado ni a que hubiera hecho méritos, sino al simple hecho de que casi todos los demás oficiales de mi batallón habían resultado muertos el 1 de julio de 1916 en la acción en la que yo había recibido mis heridas.

Esas heridas mías no dejan de tener interés, o por lo menos lo tienen para mí. Me enseñaron algo que iba a volver a notar muchas veces en mi carácter, que tengo un instinto de conservación bastante desarrollado, tanto en sentido físico como moral. ¿Qué habría pensado de mí el veterano de Tel-el--Kebir si hubiera sabido tanto como yo sabía acerca de mis heridas? La batalla del Somme, la operación maestra de Sir Douglas Haig ha sido descrita muchas veces. Ese ataque total, a fondo, se preparó mediante el bombardeo incesante de las líneas alemanas, prolongado durante muchos días y tan intenso que, según se nos dijo, toda resistencia iba a ser aplastada, las alambradas del enemigo destruidas, sus trincheras arrasadas, y los pocos alemanes que sobrevivieran iban a quedar reducidos a un estado de imbecilidad babean te. Para nosotros iba a ser un paseo. Pero muy diferente fue el recibimiento que nos hicieron. Cuando al fin salimos de las trincheras y nos lanzamos al ataque en plena luz del día, el aire estaba plagado de murmullos, zumbidos y plañidos que sonaban como enjambres de avispas y avispones, pero eran, naturalmente, balas. Lejos de haber sido aplastados, los alemanes estaban en pleno uso de sus facultades, que eran superiores a las nuestras; sus francotiradores y ametralladores más certeros nos estaban esperando con  absoluta sangre fría. El cuartel general, como después se supo, les había dado la batalla a ellos al distinguirnos, por un prurito esnob, a los oficiales de los soldados, pues nos habían dado revólveres en lugar de rifles y señalado nuestro grado claramente en los puños. De ese modo, los «imbéciles de baba» que se enfrentaron a nosotros pudieron matar primero a los oficiales, que eran las instrucciones precisas que habían recibido, y dejar así a nuestro ejército  prácticamente sin jefes.

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