Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

MUJERES ARABES

De Sumisión de Houllebecq, p. 214-215
Con grandes carcajadas, las dos muchachas árabes se habían concentrado en el juego de las siete diferencias de Picsou Magazine. Alzando la vista de su hoja de cálculco el hombre de negocios les dirigió una sonrisa de doloroso reproche. Le devolvieron la sonrisa y siguieron en modo de susurro excitado. Tomó de nuevo el móvil y entabló otra conversación, tan larga y confidencial como la primera. En un régimen islámico, las mujeres -o por lo menos las que eran suficientemente guapas como para despertar el deseo de un esposo rico- tenían en el fondo  la posibilidad de seguir siendo niñas prácticamente toda su vida. Poco después de dejar atrás la infancia ellas misma se convertían en madres y se sumergían de nuevo en el  universo infantil. Sus hijos crecían, luego se convertían en abuelas, y así pasaba su vida. Sólo había unos años en los que compraban lencería sexy y cambiaban los juegos infantiles por juegos sexuales, lo que en el fondo venía a ser más o menos lo mismo. Evidentemente perdían autonomía, pero fuck autonomy, por mi parte estaba obligado a reconocer que había renunciado con facilidad, e incluso con verdadero alivio, a cualquier responsabilidad de orden profesional o intelectual, y que no envidiaba para nada a aquel hombre de negocios, sentado al otro lado del pasillo de nuestro compartimento de TGV Pro Premiere, cuya tez se volvía macilenta de angustia a medida que proseguía la conversación telefónica, visiblemente las cosas iban mal: en ese instante, el tren acababa de dejar atrás la estación de Saint-Pierre-des-Corps. Por lo menos tenía la compensación de dos esposas graciosas y encantadoras para distraerle de sus quebraderos de cabeza de hombre de negocios agotado, y quizá tuviera una o dos más en París, me parecía recordar que el número máximo de esposas era cuatro, según la sharia. Mi padre había tenido... a mi madre, esa puta neurótica. Me estremecí ante esa idea. Al fin y al cabo ahora estaba muerta, los dos estaban muertos; yo era el único testimonio vivo -aunque un poco fatigado en esos últimos tiempos- de su amor.

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