Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LO QUE YO ENTIENDO POR SOBERANIA

El Palacio de la Luna de Paul Auster, p.119-120
Hoy, como nunca antes; los vagabundos, los desarrapados, las mujeres con las bolsas, los marginados y los borrachos. Van desde los simplemente menesterosos hasta los absolutamente miserables. Dondequiera que mires, allí están, en los barrios buenos como en los malos.
Algunos mendigan con una apariencia de orgullo. Dame ese dinero, parecen decir, y pronto volveré a estar entre vosotros, yendo y viniendo apresuradamente en mi rutina cotidiana. Otros han renunciado a la esperanza de salir algún día de su marginalidad. Están ahí despatarrados sobre la acera con un sombrero, una taza o una caja, sin molestarse siquiera en mirar al transeúnte, demasiado derrotados como para dar las gracias a quienes dejan caer una moneda ante ellos. Otros tratan por lo menos de trabajar para ganarse el dinero que les dan; el ciego vendedor de lápices, el borracho que te lava el parabrisas del coche. Algunos cuentan historias, generalmente trágicos relatos de su propia vida, como para dar a sus benefactores algo a cambio de su bondad, aunque sean sólo palabras .
Otros tienen verdadero talento. Por ejemplo, el viejo negro de hoy que bailaba claqué mientras hacía malabarismos con cigarrillos, aún digno, claramente en otro tiempo un artista de variedades, vestido con un traje morado, una camisa verde y una corbata amarilla, la boca fija en una sonrisa teatral a medias recordada. También están los que hacen dibujos con tizas en la acera y los músicos: saxofonistas, guitarristas, violinistas. Ocasionalmente, incluso te encuentras con un genio, como me ha ocurrido a mí hoy: Un clarinetista de edad indefinida, con un sombrero que le oscurecía la cara, sentado en la acera con las piernas cruzadas a la manera de un encantador de serpientes. Justo delante de él había dos monos de cuerda, uno con una pandereta y el otro con un tambor. Mientras uno sacudía y el otro golpeaba, marcando un extraño y preciso ritmo, el hombre improvisaba infinitas y minúsculas variaciones con su instrumento, balanceando el cuerpo rígidamente hacia adelante y hacia atrás, imitando enérgicamente el ritmo de los monos. Tocaba con garbo y elegancia, vivas y ondulantes figuras en tono menor, como si estuviera contento de encontrarse alli con sus amigos mecánicos, encerrado en el universo que él mismo había creado, sin levantar los ojos ni una sola vez.  Seguía y seguia, al final siempre lo mismo, y sin embargo cuanto más le escuchaba más me costaba marcharme. Estar dentro de esa música, ser atraído al círculo de sus repeticiones: quizá ése sea un lugar donde uno pueda al fin desaparecer.

Pero los mendigos y los artistas constituyen sólo una pequeña parte de la población vagabunda. Son la aristocracia, la élite de los caídos. Mucho más numerosos son quienes no tienen nada que hacer, ningún sitio adonde ir. 

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