Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

NAZIS

De Un reguero de pólvora de Rebeca West, p.30-31
Algunos de los demás seguían siendo individuos. Streicher era patético, porque obviamente era la comunidad la culpable de sus pecados, no él. Era un viejo rijoso de los que causan  problemas en los parques públicos, y una Alemania sana lo habría encerrado en un manicomio mucho antes. Baldur van Schirach, el líder de las juventudes, sorprendía porque parecía una mujer de una forma que no es común entre los hombres que parecen mujeres. Era como ver sentada ahí a una institutriz pulcra y apocada; bonita no, pero siempre perfectamente aseada y en quien se podía tener total confianza de que nunca interrumpiría cuando hubiese visitas: podría ser Jane Eyre. Y aunque todo el mundo llevaba años leyendo noticias sorprendentes acerca de Goring, aún conseguía sorprender. Era tan blando. Ocasionalmente vestía uniforme de las Fuerzas Aéreas alemanas y a veces un liviano traje veraniego del peor gusto, y ambos le estaban muy anchos, dando la impresión de que estaba preñado. Tenía el cabello castaño espeso y juvenil, la tosca piel brillante de un actor que lleva décadas usando maquillaje y las arrugas preternaturamente profundas del drogadicto. El conjunto venía a ser algo así como la cabeza del muñeco de un ventrílocuo. Parecía infinitamente corrupto y actuaba de forma ingenua. Cuando los abogados de los demás acusados se acercaban a la puerta para recibir instrucciones, intervenía a menudo e insistía en instruirlos él en persona, a despecho de la evidente cólera de los imputados, que, en verdad, debía de ser muy intensa, puesto que la mayor parte de ellos bien podían pensar que, de no haber sido por Goring, nunca habrían tenido que contratarlos en absoluto. Uno de los abogados era un hombrecillo diminuto de aspecto muy judío y cuando se ponía en pie ante el banquillo, llegándole la cabeza a duras penas a la parte superior del mismo, y sacudía la toga con irritación, porque la sonriente máscara inexpresiva de Goring se cernía entre su cliente y él, parecía como si un ventrílocuo hubiese organizado una pelea entre dos marionetas.

La apariencia de Goring remitía con fuerza, aunque de forma oscura, al sexo. La historia ha demostrado que sus líos amorosos con mujeres desempeñaron en varias ocasiones un papel decisivo en el desarrollo del Partido Nacional Socialista, pero él tenía el aspecto de una persona que jamás alzaría la mano contra una mujer, salvo para algo mucho más peculiar que la gentileza. No se parecía a ningún tipo reconocido de homosexual, pero resultaba femenino. A veces, particularmente cuando estaba de buen humor, recordaba a la madama de un burdel. A última hora de la mañana, se puede ver a sus semejantes asomadas a las puertas de las empinadas calles de Marsella, con la máscara de la afabilidad profesional aún fija en el rostro, aunque estén relajadas y ociosas, con sus gordos gatos restregándose contra sus faldones. Ciertamente, en él se había producido una concentración de todo lo que era apetito y elaborados proyectos para saciarlo, y aun así daba la sensación de sed en el desierto. No importa qué acueductos hubiese mandado levantar para acarrear agua hasta su campamento, alguna aberración de la arquitectura había permitido que ésta se saliese y derramase por las arenas mucho antes de llegar a él. En ocasiones, incluso ahora, chascaba los gruesos labios como si fuese un hombre bien alimentado al que aún no le hubiese llegado la no tiria de que se iban a suspender sus comidas. De todos esos acusados, era el único que, de haber tenido la oportunidad, habría salido del Palacio de Justicia y vuelto a apoderarse de Alemania, para convertirla en la representación de la fantasía privada que lo había llevado al banquillo.

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