Tinta roja, Isaac Rosa, p. 324
GPS
Sabía que me engañabas, y solo
necesitaba probarlo. He dicho «sabía», y no «sospechaba”, porque era una
certeza. Es verdad que no tenía ninguna evidencia, pero la falta de pruebas
solo significaba que eras muy hábil disimulando. Sabía que me engañabas pero
preferí callar, no decir nada, no preguntarte. ¿Qué te iba a decir? Tú lo
habrías negado, como ahora lo niegas, y mi pregunta solo habría servido para
prevenirte, para que pusieses más cuidado en no dejar huellas de tu engaño.
Debo reconocer que fuiste muy
hábil en ocultar esas huellas. De hecho, nunca encontré ninguna. Ni una sola. Por
más que revisé tu teléfono buscando mensajes o llamadas, escudriñé tu agenda de
contactos para encontrar un nombre simulado bajo el que ocultases a tu amante,
y espié durante semanas tu correo electrónico, tu historial de navegación, tu
actividad en redes sociales, rompiendo incluso contraseñas. Pero no encontré
nada. Nada.
Otro en mi lugar habría
desistido, convencido de que todo era un temor sin fundamento. Yo no. Yo sabía que me eras infiel. ¿Que por qué
insistía en pensar que había otro hombre, pese a la falta de pruebas? Porque te
conozco bien. Porque a mí no puedes engañarme. Porque llevarnos quince años
juntos. Dieciséis. Y de repente comencé a observar en ti un extraño cambio de actitud.
Ni siquiera ahora sabría explicártelo, ponerte ejemplos. En realidad todo era
igual, mantenías tus rutinas, tus horarios, tus entradas y salidas, tampoco en
casa habías cambiado tus hábitos. Ni siquiera conmigo: me besabas al llegar,
hablábamos durante la cena, follábamos en fin de semana. ¿Entonces? No lo sé.
Había algo en ti, un aire extraño, una forma de quedarte callada, de ausentarte,
una sospechosa sonrisa al descuido, un entusiasmo por cualquier minucia que no
te había visto en muchos años. Incluso físicamente: estabas más hermosa, ni
siquiera diría que te arreglabas más, era otra cosa, la mirada, la piel, un
resplandor.
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