De Un reguero de pólvora de Rebbecca Wet, p.103-104
Las ejecuciones iban a tener lugar el 16 de octubre. En
algún momento de la noche anterior, Góring se quitó la vida. El enorme payaso, el
enigma sexual cuya sonrisa tal vez resultase demasiado rígida para ser burlona
-o tal vez no-, había hecho saltar de una patada de entre las manos de los
servidores de la ley la bandeja en la que se le iba a servir el vino de la
humillación; las copas habían volado por los aires, haciéndose añicos al caer,
con un sonido demasiado parecido al de la risa. Eso no debería haber ocurrido.
Todos somos cazadores, pero sabemos que nos sigue la pista un cazador más
poderoso; nuestro afecto se dirige a las presas, y nos alegramos cuando la que
ha caído en la trampa consigue zafarse de ella. En ese momento, la visceral tristeza
se convirtió en alegría visceral; teníamos que aplaudir a la carne que no se
había resignado a aceptar el fin que se le había impuesto, sino que lo había
vuelto expresión de desafío. Todas las personas que habían huido de Núremberg,
británicas, americanas y francesas, que
estaban desperdigadas por todo el mundo, tratando de olvidar el lugar de su
confinamiento, levantarían la vista de lo que quiera que estuviesen haciendo y soltarían una carcajada sin poder contenerse,
exclamando: «¡Qué tío! Siempre supimos que al final podría con nosotros». A
buen seguro, también los alemanes que caminaban entre los escombros de sus
ciudades mientras sus conquistadores iban en coche harían una pausa,
levantarían la cabeza y se reirían, diciendo: «¡Qué tío! Siempre supimos que al
final podría con ellos».
A Goring no se le debería haber consentido ni siquiera esta
minima mejora de su sino.
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