De Un reguero de pólvora, de Rebecca West, p. 238
El trazado de la costa es muy
tortuoso por aquí, y tal como está orientada esta bahía, el rompeolas nos
guarece del viento del este. Vaya, no hace demasiado tiempo, estábamos en pleno
noviembre, bajé hasta aquí y me encontré con una gran foca tomando el sol en
aquel canal de allí. La batea estaba aquí, la foca allí, recostada en la orilla
como si estuviese en una butaca. Me dije a mí mismo, “Vaya, nunca he cazado una
foca, y ahora voy a hacerme con una”; había dejado la escopeta en el suelo al
pie del rompeolas, y volví por ella. Estaba reptando hacia la foca cuando se
volvió, me miró y empezó a sacudir la
cabeza, ¿me entienden? La movió de un lado a otro, como suele hacer la gente
mayor cuando está sentada y a gusto. Así -y el señor Tiffen hizo un movimiento
que nos trajo ante los ojos de la mente a todas las focas de zoológicos y
circos que recuerdan a señoras mayores, a todos los señores mayores que parecen
focas-. Después de ver eso, no fui capaz de dispararle. No tuve valor para
quitarle la vida. No, después de que me hubiese mirado y hubiese movido la
cabeza de esa forma. Bajé la escopeta y la dejé tranquila. -Con el rostro todo
arrugado por una afectuosa sonrisa, el señor Tiffen paseó la mirada por su
marisma, por su cielo-. Era un día precioso, como éste -dljo.
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