Reinaba tranquilidad hogareña. Flavia Petrelli, diva reina de La Scala picaba cebolla en la caldeada cocina. Dispuestos ante sí tenía varios tomates de pera, dos dientes de ajo cortados en finas láminas y dos rollizas berenjenas. Mientras trabajaba inclinada sobre el mármol, Flavio cantaba llenando la cocina de las áureas notas de su voz de soprano. De vez en cuando, retiraba con la muñeca un oscuro mechón de cabello que, no bien recogido detrás de la oreja, volvía a saltar sobre3 la mejilla.
En el otro extremo de la vasta habitación que ocupaba la mayor parte del último piso del palazzo veneciano del siglo XIV, Brett Lynch, su propietaria y amante de Flavio, estaba echada en un sofá beige con los pies descalzos apoyados en un brazo del mueble y la cabeza en el otro, siguiendo la partitura de I puritani, cuya grabación lanzaban al aire a todo volumen –los vecinos, a chincharse- dos altavoces alargados que descansaban en pedestales de caoba. La música subía de tono haciendo vibrar el aire de la habitación, mientras “Elvira” se disponía a enloquecer… por partida doble, lo que producía una sensación inquietante: una, la que Flavio había grabado en Londres cinco meses antes y que brotaba de los altavoces; la otra, en la voz de la mujer que picaba la cebolla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario