Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LOS UNIVERSALES


Máquinas como yo, Ian McEwan, p. 37
Años atrás, siendo estudiante, leí acerca de un «primer contacto», a principios de la década de 1930, entre un explorador llamado Leahy y un grupo de montañeses de Papúa Nueva Guinea. Los miembros de la tribu no sabían discernir si aquellos seres pálidos que habían aparecido de súbito en su tierra eran humanos o espíritus. Volvieron al poblado para discutir el asunto, dejando atrás a un adolescente para que espiara al desconocido. La cuestión se zanjó cuando el chico-espía informó de que uno de los colegas de Leahy se había ido detrás de unos arbustos para defecar. Aquí, en mi cocina, en 1982, no muchos años después, las cosas no eran tan sencillas. El manual de instrucciones me hizo saber que Adán tenía un sistema operativo, y también una naturaleza -o sea, una naturaleza humana-, y una personalidad, la que esperaba que Miranda me ayudara a asignarle. No tenía ninguna certeza de cómo se solapaban estos tres sustratos, o cómo reaccionaban entre sí. Cuando estudiaba antropología, no se pensaba que existiera una naturaleza humana universal. Era una ilusión romántica, un mero producto variable de las condiciones locales. Solo los antropólogos, que estudiaban en profundidad otras culturas, y sabían del bello abanico de la variedad humana, comprendían cabalmente lo absurdo de los universales. La gente que se quedaba atrás, en la comodidad de su casa, no entendía nada, ni siquiera de sus culturas propias. A uno de mis profesores le gustaba citar a Kipling: «¿Y qué saben de Inglaterra quienes solo conocen Inglaterra?”

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