Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

CHARLIE-HEBDO


El colgajo, Philippe Lançon, p. 17
 Mi cuerpo estaba tendido en el estrecho paso que quedaba entre la mesa de reuniones y la pared del fondo; tenía la cabeza vuelta hacia la izquierda. Abrí un ojo y vi aparecer al otro lado, debajo de la mesa, cerca del cuerpo de Bernard, dos piernas negras y el extremo de un fusil que, más que moverse, flotaban. Cerré los ojos y al cabo volví a abrirlos como un niño que cree que nadie lo verá si se hace el muerto; porque me hacía el muerto. Era el niño que había sido, volvía a serlo, jugaba a hacerme el indio muerto mientras me decía que quizá el dueño de las piernas negras no me vería o me creería muerto, mientras me decía también que me iba a ver y a matar. Esperaba al mismo tiempo la invisibilidad y el golpe de gracia, dos formas de la desaparición. Aún me creía a salvo de cualquier rasguño. Sin embargo, estaba herido, lo suficientemente inmóvil y con la cabeza bañada probablemente en suficiente sangre como para que el asesino, al acercarse, no juzgara necesario rematarme. De repente sentí su presencia casi encima de mí y cerré los ojos, volví a abrirlos enseguida, como si, para verle algunas partes del cuerpo y asistir a la continuación de la historia, estuviera dispuesto a correr el riesgo de experimentar el fin de la misma: no pude evitarlo. Allí estaba, como un toro que olfatea al torero inmóvil al que acaba de dar una cornada, las piernas negras, el fusil apuntando como unos cuernos hacia el suelo, preguntándose quizá si había que-insistir o no. Lo oía respirar, flotar, tal vez dudar, me sentía vivo y casi ya muerto, lo uno y lo otro, lo uno en lo otro, atrapado en su mirada y en su aliento; luego se alejó lentamente, atraído por otros cuerpos, por otros capotes, por otras cosas, en realidad hacia la salida, como supe mucho más tarde, porque todo duró apenas algo más de dos minutos. Y luego se hizo el silencio. La paz se adueñó de la pequeña sala, ahuyentando poco a poco la amenaza de una prolongación o de un regreso de los asesinos. Ya no me movía, apenas si respiraba. La bruma se iba disipando. N o sentía nada, no veía nada, no oía nada. El silencio fabricaba el tiempo y, entre los heridos y los muertos, las primeras formas de la vida después de la muerte.

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