Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

(Toros contra caballos)


De algunos animales, RS Ferlosio, p. 94
Tengo entendido que los primeros escandalizados ante la crueldad de las corridas de toros no fueron ni los catalanes ni los castellanos sino los ingleses, y no por la gente y la muerte del toro sino por las de los caballos. No hay ni que decir lo que para un inglés es un caballo. En el entresiglo XIX-XX los ingleses tenían buenas razones para venir a España, tal vez aún poco turísticas, pero sí industriales y mineras: sobresalen al norte la producción de hierro y al sur las minas de cobre de Río Tinto. En el invierno de 1956 tuve la suerte de pasar diez días en el precioso Hotel Victoria, de Ronda, todavía en su forma prístina -victoriana, como su nombre indica- y no en la detestable remodelación posterior. Seguramente construido para los ingleses que frecuentaban Gibraltar, fue a situarse precisamente en Ronda, con su famoso “tajo”, un verdinegro abismo vertical que la divide en dos, aunque con tres puentes, el más alto de ellos, en la cota superior de la ciudad. Pero Ronda era además una antigua y célebre ciudad taurina, con la primera plaza levantada sobre planos de arquitecto, muy arrimada al “tajo” y con el propio Hotel Victoria en sus proximidades. Lóbrega fama la de aquella plaza: a los caballos muertos por el toro los sacaban hasta el borde del barranco y los precipitaban vertiginosamente al fondo del abismo, cien metros más abajo, donde servían de pasto a las aves carroñeras. ¡Virgen Santísima!, ¡qué pesadilla de caballos muertos para una dama inglesa hospedada en el Hotel Victoria!
Muy distintos motivos y circunstancias, y desde luego totalmente remotos a la compasión, fueron los que removieron la “cuestión caballos” entre los taurinos nacionales. Hubo una época, creo que fijada desde una ordenanza de 1846, en que el ministerio obligaba al empresario de cualquier corrida ordinaria corriente de seis toros a tener dispuestos en la cuadra hasta cuarenta caballos para la suerte de varas; de modo que cada toro tenía asegurados seis caballos que matar, y todavía quedaban cuatro por si alguno no se había saciado con su cupo.

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